No existe, para quien la haya experimentado, sensación más reconfortante que la de deshacerse del barro y del frío con una ducha caliente después de un partido de rugby. La primera novela de David Storey, que salió a la luz en 1960, pero ha sido publicada recientemente por Impedimenta, nos transporta a un vestuario de los de antes, con estufa de leña, olor a linimento, y donde resuenan los tacos de aluminio chocando contra el suelo. No obstante, el deporte no es más que un marco evocador a través del cual podemos adivinar una sociedad, en la Inglaterra posterior a la guerra, donde las diferencias de clase son, todavía, evidentes e insalvables. Para el protagonista de la novela, el rugby funciona como un mecanismo de ascenso, tanto social como económico. Sin embargo, la realidad, como descubrirá, es mucho más compleja de lo que pensaba. Como una línea transversal, la trama de una relación sentimental con una mujer viuda, madre de dos niños pequeños, y que ejerce también de casera del protagonista, altera por completo su vida y su historia, hasta el punto de hacerla tambalear. Y, creedme, no es fácil derribar a un jugador de rugby.