Un viaje a Italia no es un libro de viajes ni de un diario al uso sino el relato del proceso de descubrimiento que concluye con más enigmas que al inicio. El lugar de arranque es Trieste, punto de partida y de llegada de tantos viajes a lo largo de los siglos, la ciudad huérfana que ha pasado de mano en mano y que solo ha conservado su decadente esplendor debido a lo inconcebible de su pasado. Desde allí, Ceronetti prosigue su viaje, rumbo sur, hacia la Toscana, la tierra prometida que los dioses antiguos cedieron a los flamantes dioses del panteón romano a cambio de cultura y de civilización. Unos dioses benévolos que fueron expulsados de malas maneras por el vengativo dios cristiano, que no quiso compartir los umbríos bosques y las onduladas llanuras adueñándose de las mejores atalayas y de los valles más fértiles y cuyo rastro sangriento permanece aún en las asoladas ruinas de antiguas iglesias y en los sombríos claustros de ubicuos monasterios. Un dios materialmente omnipresente que ha pasado de juez y verdugo a formar parte del paisaje, como un inquilino incómodo a quien nadie se atreve a desahuciar pero al que no se hace ya mucho caso —como no sea para pedirle algo, más para reconocerle su agotada omnipotencia que con la esperanza de que pueda concederlo—; Él, que primero convirtió el enigma en piedra abandonando la eternidad y abandonándose al devenir, que es una medida humana, a falta de rivales, ha acabado sucumbiendo al paso incesante e inagotable de la Historia.
Joan Flores