Somos muchos los amantes del libro, no solo por lo que representa (las posibilidades de acceder a un espacio en el que se suspenda absolutamente la verosimilitud), sino por lo que es: un objeto. Y esta particular «vela de foque», como dijese en su día Carmen Martín Gaite, tal vez fue el motor de la vida profesional de Jaime Salinas; el entender que el libro podía ser la tabla de salvación que el conjunto de naufragios culturales, para la España de posguerra de los años cincuenta, estaba pidiendo. Resulta difícil sintetizar el contenido de este magnífico epistolario al cuidado de Enric Bou sin caer en múltiples elogios. Lo cierto es que a través de la correspondencia que intercambiase Jaime Salinas con Gudbergur Bergsson, quien le acompañase durante casi toda su vida, el lector descubre que muchos de los asideros que el mundo editorial y el campo literario de hoy entiende como imprescindibles se deben a las
idées fixes del hijo del poeta de
La voz a ti debida: el libro de bolsillo, el premio Formentor y el Nacional de Literatura; que podamos leer a Bernhard, que pusiese en marcha Alianza, Alfaguara, El Círculo de Lectores… En fin, lean a Salinas: más que hijo de poeta, fue un editor espléndido.