J. G. Ballard, el autor que mejor captó la esencia de las distopías resultantes del uso incontrolado de la tecnología, sostenía que el futuro, de ser algo, será aburrido. La especulación acerca de ese futuro, en cambio, puede ser ocurrente, aunque ese desahogo no consiga camuflar un fondo funesto. La sociedad hipertecnológica de
Qualityland es capaz de cubrir las necesidades personales primarias, incluso antes de que se generen; los servicios de información están supeditados al
clickbait y las RRSS acaban limitándose a los portales para buscar pareja. El propietario de una chatarrería de tecnología obsoleta inicia un particular calvario para devolver una compra no solicitada ante un sistema que no concibe la devolución. Un androide que va a ser candidato a la presidencia insiste en decir siempre la verdad. Los hostiles rompemáquinas se debaten entre su ideología anti-tecnológica y su dependencia de los recursos que le proporciona el mismo sistema. La distopía más desasosegante no es la más terrible, sino la que se siente más probable e inmediata, y Kling nos la pone tan cerca y tan a mano que es inevitable que la sonrisa que nos provoca su sátira se nos quede congelada en el rostro.