La lectura de
El jardinero de Ochákov supone no solo un viaje especial a las ciudades ucranianas de Kiev, Ochákov e Irpín, sino especialmente un traslado temporal; a medida que avanzamos en el relato, vamos pasando de 2010 a 1957. Cuando al anochecer, Ígor –el protagonista de la novela– se viste un viejo uniforme de miliciano que ha llegado a sus manos por casualidad, y se calza las pesadas botas de goma, abandona su mundo contemporáneo y aparece en la ciudad de Ochákov a mediados del siglo XIX. Todo a su alrededor se ha transformado: las calles, los vestidos de las personas, el dinero… hasta los viejos relojes que habían dejado de funcionar, vuelven a marcar la hora, pero es una hora que corresponde a varias décadas atrás. El uniforme y las botas son el pasado, y el pasado cambia de forma y de tamaño para adaptarse a quien se lo prueba.
El relato constituye una radiografía que pone en relación el modo de vida de la primera década del siglo XXI con los usos y costumbres de mediados del siglo pasado en la Unión Soviética. Aunque el viejo régimen ha caído hace años, sus reminiscencias están presentes en el día a día de los habitantes de las ciudades que un día fueron rusas.