Búho se ha ido, Megg y Mogg no tienen relaciones sexuales desde hace meses (y no les queda un céntimo) y Werewolf Jones, el narcotraficante suicida, es su nuevo compañero de piso; así que la cosa no pinta nada bien. Simon Hanselmann (Launceston, Tasmania, 1981) parte de aquí para construir el nuevo volumen de su saga de la bajona,
El mal camino, servido primorosamente por Fulgencio Pimentel. Podemos hablar de una obra de madurez (con las habituales bromas sobre consumo desmedido de estupefacientes y chistes con alto contenido de genitalia macarra, eso sí), que coquetea con la autobiografía de un modo mucho más evidente que en los anteriores capítulos de la serie, y que augura un destino funesto para sus protagonistas. La capacidad del autor australiano para mantener el equilibro entre la comedia bufa y el drama más descarnado está, si cabe, más afinada, más precisa. Hanselmann mueve a sus personajes a través de una sólida puesta en página (una inalterable parrilla de viñetas en 3x4) que conforma un ritmo de lectura cercano al visionado de una
sitcom (marciana, pero
sitcom, al fin y al cabo) en la que no hacen falta risas (ni llantos) enlatados. Mucho más que el tipo que desconcertó a Broncano en
La Resistencia.